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–Necesito un cenicero y una piedrita –dijo Julius, sacando el cenicero y la piedrecita del bolsillo del saco–: Aquí están.

–¡Fantástico! ¡Fenomenal! –exclamó el mago–. Y ahora, ¿qué truquito nos vas a hacer?

Julius colocó el cenicero y la pequeña piedra sobre la mesa y mi­ró a su primo Rafael.

–Yo pongo la piedrita y la tapo con el cenicero. Entonces digo unas palabras mágicas y te apuesto que saco la piedrita sin tocar el cenicero.

Rafaelito se puso verde y lo odió ya para siempre. Miró hacia el auditórium y vio, entre mil cabecitas que se movían inquietas, a su padre, a su madre, a la madre de Julius: lo estaban mirando, estaban esperando. Además, en primera fila, Martín parecía decirle: «Ya anda pues hombre; friégate de una vez».

En el auditórium, todo el mundo se había olvidado de que era el dueño del santo y de todo, no tuvo más remedio que decir:

–¡Mentira!

–De verdad –dijo Julius, y cubrió la piedrecita con el cenicero.

–¿Viste? Ahí está, debajo.

–Sí. ¿Y ahora?

–Yo di-digo –tartamudeó Julius mirando a Cinthia–, yo digo unas palabras mágicas...

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