Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн
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Esas salidas sucedieron durante el segundo año de Medicina, cuando compartíamos práctica en el hospital J.J. Aguirre. Los dos éramos buenos alumnos y competíamos por diagnosticar con mayor precisión los cuadros que presentaban los pacientes sin exámenes. También en esas sesiones Kugler cuidaba de mantenerse impecable. Escoge enfermos que no sangran ni vomitan, murmuraban nuestros compañeros, «para no mancharse el delantal».
A mí me gustaba almorzar en los boliches que rodeaban la Escuela de Medicina, sobre todo en invierno, porque pedía cazuela, que con solo olerla me entraba calor al cuerpo, o caldillo de congrio cuando había algo que festejar. Kugler llevaba su almuerzo, preparado por su madre, que no admitía que comiese en la calle. En todo éramos diferentes. Yo no tengo más sangre chilena que Kugler, pero soy chilena y me encanta mi país y la gente que vive en él. Me fascina la fuerza y la entereza de las mujeres chilenas. Son valientes. Son luchadoras. Son macanudas.
Así eran mis dos amigas del liceo. Todavía no eran tiempos de feminismo, así que no enfrentábamos a los hombres desde una posición política, exigiendo igualdad de género o la abolición de las leyes y comportamientos discriminatorios, pero no nos dejábamos pisotear. En los años cuarenta no se podía denunciar a un profesor por acoso sexual, pero se le podía exigir respeto. Había pocos hombres que no consideraban a las mujeres como seres inferiores, pero los había, y había suficientes para que encontrásemos de quién enamorarnos… porque aún más difícil era enamorarse de otra mujer.