Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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La discusión no subía de tono porque yo no era ni nunca he sido nacionalista. Kugler sí lo era. Le gustaba comparar a los países y destacar las áreas en que Alemania superaba a los demás, que según su criterio eran todas las importantes. Le concedía a Francia cierta superioridad en la variedad de quesos, a España el sol y a Chile las cumbres nevadas de la cordillera de Los Andes, que solía escalar. Era su deporte favorito. Disponía de un equipo para pasar la noche a tres mil metros de altura. Le gustaba subir a la Laguna Negra y acampar al borde del río Yeso. En una ocasión me invitó a un paseo al Cajón del Maipo, a una cascada. Hicimos un picnic al borde del río. Acepté sin pensarlo dos veces: no me perdía una excursión. En eso no he cambiado: me encantan las excursiones a la montaña, también al mar y también al campo, y también al borde de los ríos, y también me gustan los lagos. Todo lo que tenga que ver con la naturaleza me encanta, y mientras más salvaje, mejor.

Pero todo eso fue después, cuando ya estudiaba en la universidad. De niña me gustaba quedarme en la casa con mi mamá. Ella se sentaba en la mecedora junto a la estufa y me enseñaba recetas de sopas y platos consistentes. Así aprendí a preparar la cazuela de ave y el borsht, los porotos granados y el goulasch. Mi mamá se reía de los porotos con riendas, granos con fideos, y yo le decía que entonces con longaniza. También leíamos mucho: Ana en la mecedora y yo en el sillón junto a la ventana, cada una con su frazada para no entumirnos. Intercambiábamos los libros. Me acuerdo cuando leyó Las doce sillas, de Ilia y Petrov. Se moría de la risa pasando las páginas.

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